Cada vez que colocan cámaras por las ciudades lo hacen por nuestra seguridad. Quien no hace nada malo, no tiene nada que temer. El Reino Unido se ha convertido en un fabuloso campo de experimentos en defensa de nuestra seguridad. Se calcula que debe de haber cinco millones de cámaras en las calles británicas.

Se calcula”, porque nadie ha hecho públicos los datos. Y no porque sean difíciles de calcular, sino porque permitirían que la ciudadanía se diera cuenta del disparate que supone renunciar a la privacidad y gastar tantísimo dinero público para tan poco.

En Londres se instaló una copiosa red de cámaras que costó 580 millones de euros. El pasado verano se filtró a la prensa un informe interno de Scotland Yard según el cual por cada mil cámaras instaladas se había resuelto un crimen al año. Las cámaras, pues, tienen un efecto tirando a nulo en cuanto a la defensa de la seguridad de la ciudadanía. Si nuestra seguridad fuera la razón de colocar las cámaras serían un fracaso morrocotudo.

Sin embargo, no se puede decir que sean ineficaces. Las cámaras no nos controlan, pero sí consiguen que nos sintamos controlados. Y ahí no vale lo de “si no haces nada malo…“. Haga o no algo malo me sentiré controlado si camino por calles infestadas por cámaras que me señalan. Si me siento controlado, siquiera intuitivamente, las cámaras cumplen su objetivo: dejarnos claro que hay alguien al otro lado que manda y controla y que en cuanto nos desviemos del camino, ¡zas! de la cámara saldrá un hombrecillo que nos esposará y nos detendrá.

Eso nunca sucede, pero da igual. Lo importante es que nos lo creamos. Las cámaras no están para generarnos seguridad, sino precisamente para que nos sintamos inseguros, controlados, vigilados. En eso sí son eficaces. La inversión es muy rentable.

NOTA: Este apunte está programado desde hace un tiempo. Estoy de viaje y no sé si podré conectarme a internet hasta el 7 de diciembre. Por tanto durante estos días aparecerán apuntes a las 6.00 am que no responderán en ningún caso al día a día sino a notas más o menos intemporales que tenía escritas antes de marcharme.