La constitución establece que la soberanía reside en el pueblo, en todos los individuos del pueblo. Cada individuo tiene, pues, el derecho de contribuir a la ley por la cual él está obligado y a la administración de la cosa pública, que es suya. Si no, no es verdad que los hombres son iguales en derechos, que todo hombre es ciudadano.

Maximilien Robespierre,
Debate sobre el sufragio censitario o universal
en la Asamblea Constituyente, 22 de octubre de 1789

Hace unos días escribía Toño Fraguas en La Marea un artículo sugerente de título especialmente provocador ¡Abajo el pueblo! centrado en la inexistencia de algo así como un pueblo (o varios pueblos) sino como “constructo artificial. Como lo es la nación”. Viene a reconocer que el pueblo fue un hallazgo del siglo XVIII (esto es, del siglo que los ilustrados consiguieron que culminara en la Revolución Francesa) para arrebatar a la aristocracia el poder. Pero hoy, viene a decirnos Toño Fraguas, lo que fue un hallazgo deviene en un lastre: “Usando y abusando de ese fósil, vive hoy una casta de aprovechados, políticos, oligarcas, explotadores, todos perfectamente conscientes de su hipocresía. Son los herederos del Antiguo Régimen, líderes peligrosos, guías iluminados, portavoces del ‘pueblo’ que en realidad sólo sirven a las clases dominantes.”

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