No hace muchos años parecía que la Unión Europea iba a estallar de arriba abajo. La crisis económica ponía en jaque al euro; la burocraciá de Bruselas exprimía a los países con técnicas muy parecidas a golpes de Estado posmodernos; se forzaba una política económica suicida para todos menos para la banca alemana; y se usaba el eufemismo del rescate para la imposición de políticas económicas que sólo llevaban al empobrecimiento de los pueblos y al sometimiento de los gobiernos democráticos.
Hoy la situación es muy distinta. La crisis no es la de una Europa que la traslada a sus países. Más bien al revés.
Son muy llamativas las declaraciones de Jean-Claude Junker sobre Grecia: «No fuimos solidarios con Grecia, hemos insultado a Grecia«. No es creíble que estemos ante una confesión honesta de un hombre que sabe el daño que hizo. Lo que probablemente sea es la conciencia de que en este lustro ha cambiado mucho en Europa. Además del griego (más sólido que nunca), hoy en Europa hay dos gobiernos del sur haciendo políticas progresistas y revirtiendo las políticas de austeridad: Portugal y España. A diferencia de lo que hubiera ocurrido hace cinco años sus presupuestos han obtenido el nihil obstat europeo mientras Bruselas echaba (y vencía) un pulso al gobierno italiano y disputaba el Brexit con el gobierno conservador de Mae.
Hoy Europa es un conjunto de polvorines. Probablemente tenga muchísima responsabilidad en ello el tipo de políticas que se impusieron en la crisis de 2008 y el propio diseño del euro (aunque no sólo: Estados Unidos y Brasil no están en Europa; Reino Unido tiene moneda propia). Pero ahora los polvorines están en los países: Italia, Francia, Alemania, Reino Unido, España, Hungría, Polonia, … es prácticamente imposible encontrar un país europeo que no esté en una situación política e institucional crítica, con espacios de convivencia gravemente amenazados.
No es en absoluto banal la referencia a los años 30. Entonces, como consecuencia de una durísima crisis, cuajaron por toda Europa movimientos fascistas y autoritarios que terminaron por estallar en otra Gran Guerra. Hoy no parece realista esa posibilidad: cabe que estalle algún conflicto interno en algún país, contemplamos violaciones de derechos humanos en el Mediterráneo, no sería raro que fabricásemos alguna de esas guerras que tanto hemos exportado… pero nadie contempla la hipótesis de una nueva guerra europea.
Con todos sus errores, sus fracasos, la Unión Europea ha sido tremendamente exitosa en uno de sus objetivos: generar una interdependencia entre los países de Europa que los vacunase frente a las guerras con las que había sacrificado al mundo en la primera mitad del siglo XX. Cinco años después la Unión Europea ya no aparece como el monstruo que condena a los países al suicidio sino más bien como una (frágil) red que contiene la posibilidad de otro trágico suicidio europeo
Desde Maastricht hasta la crisis hemos visto (con razón) cómo la UE se convertía en un instrumento poco o nada democrático al servicio de una política económica anti social e ineficaz. Esa Unión Europea no ha cambiado en lo institucional, pero sería suicida no ver en la recuperación de los valores de la vieja Europa (como denominaban desdeñosos los criminales de las Azores a la Europa pacifista) la principal tabla de salvación de nuestros países, de nuestros puelos.
La Europa que sólo era la Europa del euro fracasó y ya no es referente ni para sus principales capos, como Junker. Un mínimo de prudencia conservadora nos recomendaría abrazarnos a Europa como instrumento para humedecer los polvorines. Pero incluso la esperanza emancipadora no tiene hoy muchos más referentes que los viejos valores republicanos de Europa: la modernidad, la Ilustración, la democracia, la libertad, igualdad y fraternidad… que están en el sustrato de la identidad europea y que son los únicos sobre los que cabe construir una respuesta de futuro.