Cuando eclosionó el 15M y después con la irrupción de Podemos hubo muchos dirigentes políticos que no entendieron nada. Acusaban a lo que estaba sucediendo de ser la antipolítica, y por tanto la antidemocracia. Su denuncia de cómo funcionaban los partidos políticos realmente existentes entonces (unos como una máquina de podredumbre antidemocrática, otros como un aparato comprobadamente ineficaz para vencerlos) se quiso leer como un discurso general contra los partidos y contra la política.
Y se caricaturizó todo aquello como un discurso antidemocrático (joseantoniano), meritocrático («el gobierno de los mejores») y caudillista (recordemos las reacciones al er la papeleta europea de Podemos). Frente a ese diagnóstico, por supuesto, ofrecían los mecanismos democráticos de los partidos, fuera de los cuales está el infierno como demuestra la Constitución del 78 cuando explica (con estrechez democrática) que los partidos son el instrumento fundamental para la participación política. No prestaron atención a que la ciudadanía estaba yendo en masa a participar de eso que ellos denunciaban como caudillista y meritocrático mientras se quedaban solos con su gesto arisco explicando que la democracia se hacía como querían ellos. Son tics del pasado pero que reaparecen como si fueran otra ley de hierro de los partidos políticos.
Desde entonces el sistema de partidos español ha cambiado muchísimo y tiene pinta de no haber terminado su cambio aún. Empezó a cambiar, por cierto, cuando aquellos maestros de democracia retaron a los de la antipolítica a montar un partido y presentarse a las elecciones. Y si algo ha empapado retóricamente el cambio en los partidos es la exigencia de que sean organizaciones internamente democráticas hasta el punto de que organizaciones monolíticas y cupulares como PP y Ciudadanos simulan tener votaciones internas.
Parece intuitivo que quien cree que un partido es algo que una persona monta para que otros cumplan órdenes, quien quiere un colectivo uniforme y militarizado, quien premia a los sumisos con sobres y castiga a quien lo merezca con dosieres y vídeos en prensa, quien confunde la lealtad al colectivo con la sumisión a la cúpula, gobernará el país con una ética semejante. Uno puede entender que un partido demócrata se organice con una cultura militar cuando vive en la clandestinidad; cuando lo hace en democracia podemos sospechar que no es un partido para gobernar en democracia sino algo más parecido a una mafia que quiere mangonear un país: el ejemplo del PP es evidente.
La democracia interna es, sobre todo, una decisión práctica e inteligente en una organización política del siglo XXI que quiera ser grande, incluso gobernar.
Es imposible un partido importante sin unas bases grandes y movilizadas. Pero en el siglo XXI y en un país con un margen de libertades real, casi nadie quiere ser militante de un ejército o una secta; y quien quiera serlo aportará mucho esfuerzo pero muy poca cabeza. Uno milita para ser útil, para estar razonablemente informado de la vida del partido, para que sus posiciones se tengan en cuenta, para que los debates en los que participa sirvan para conformar las posiciones del partido no sólo cosméticamente.
Y además, un partido que quiera ser grande, incluso gobernar, tiene que ser muy diverso, tiene que abarcar un amplio abanico político. Por eso la democracia interna de un partido es válida si es un instrumento también para enriquecerse (incluso fomentar) el pluralismo. Ese pluralismo, además, puede ser una garantía de controles internos frente a los excesos y la corrupción. E incluso si se sabe gestionar fraternalmente, el pluralismo permite siempre pensar colectivamente mejor, es decir, ser mucho más inteligente y eficaz.
En un país la democracia es una cuestión moral: los ciudadanos tenemos derecho a gobernar el país en el que vivimos y los países no son propiedad de nadie más que de todos los ciudadanos. En los partidos es, sobre todo, una cuestión práctica y que no se mide sólo con instrumentos nominalmente democráticos (recordemos, por ejemplo, que el PSOE lleva muchos años haciendo primarias, compatibles con que el aparato se cargue al vencedor si no es apropiado) sino que sobre todo debe buscar la promoción real de la diversidad interna y la participación cotidiana y real de la gente que quiere militar. La democracia en la vida de un partido no la marcan tanto los formalismos reglamentistas como la cultura política fraternal. No es una cuestión moral sino sobre todo práctica.
Sin esos dos elementos (participación cotidiana y pluralismo razonablemente fraternal) un partido político se condena a una vida corta y a un techo electoral bajo. Los ciudadanos lo entienden pronto. En un país necesitado de democracia pero sobrado de quienes dan lecciones de democracia, la gente ya tiene bastante olfato para no dejarse engañar.