Para los no iniciados en el lenguaje bloguero los trolls y los berberechos son aquellas personas manifiestamente hostiles a lo que se expone en un blog que deciden protagonizar los comentarios del mismo insistiendo en su supuesta e inocente vocación de debatir.

Así, en uno de cada dos mensajes, el troll explica que el autor del blog es una persona desinformada, idiota, que escribe muy mal, aburre bastante y sólo repite eslóganes. Es difícil saber por qué, en este estado de cosas, el troll acude varias veces al día a repartir frases que ha escuchado en sus foros afines (pero sin retener la gramática de lo que escuchó o leyó), con un insultito majo (generalmente no hacia el autor ni los comentaristas del blog, sino hacia personas a las que el troll cree que sus contertulios tienen devoción).

Se supone que una característica de nuestro tiempo es que apenas tenemos tiempo que perder. Sin embargo los trolls están al quite: en cuanto aparece un nuevo post o un nuevo comentario ahí está él para situar el debate en sus justos términos y para exponer lo poco interesante que es lo que ha leído: como si le obligaran en el cole a leer cada día cinco blogs rojos y a no dejar pasar ni una. Yo leo un montón de las ideas de la extrema derecha española porque, al fin y al cabo, son los que anticipan el discurso del mayor partido de oposición. Sin embargo, no perdería el tiempo leyendo a personas que no me parezcan interesantes, me aburran y encima no tuvieran influencia política constatable.

¿Molestan los trolls? No demasiado. Sobre todo los que insultan, pues sólo sirven para reforzar al insultado (es una de las razones por las que he reiterado mi intención de no moderar los comentarios de este blog). El único problema es que desvían la posibilidad de debatir cuestiones interesantes de matiz en las que muchos podemos influirnos mutuamente: el berberecho prefiere llevarnos al eterno maniqueísmo estéril de debates al estilo de un partido de tenis. Ningún bloguero que se precie pensará que sus ideas son la definitiva síntesis intelectual de la izquierda (en el caso de blogueros de izquierda): si existe la posibilidad de comentar, se entiende que es porque el autor piensa que puede recibir cosas interesantes de sus lectores. Por ejemplo: hace unos días no compartí demasiado un apunte de Javier Ortiz sobre la manifestación de Madrid del 13 de enero; se lo hice saber por mail argumentándo mi posición. No sé si fruto de mi correo o de otros o de su propia reflexión, Ortiz publicó a los pocos días una columna en El Mundo sustancialmente diferente al apunte de pocas horas antes y bastante coincidente con lo que yo pensaba: en el caso de Javier Ortiz me ha pasado más de una vez porque él no es dogmático y porque partimos de universos parecidos. Los comentarios discrepantes son estupendos, porque enriquecen, mejoran, permiten tener ideas sin las anteojeras con las que uno acude a escribir algo nuevo. Pero el troll no enriquece, pues parte de posturas irreconciliables con la del autor, e incluso maneja un lenguaje distinto, y encima eclipsa los comentarios interesantes.

No estoy invitando a los trolls a desaparecer de III República. Cada uno hace con su tiempo lo que quiere y no seré yo quien juzgue lo que hacen otros con el suyo. Al fin y al cabo, si habilito comentarios y me comprometo a no borrarlos ni moderarlos, me atengo a las consecuencias y punto. Pero no puedo evitar mi incomprensión ante quien opta por leer a alguien a quien considera ignorante, repetidor de eslóganes y aburrido. No lo entiendo. Y aquí no estoy sólo para contar las cosas que entiendo o creo entender.