Reiteradamente Gallardón ha vinculado su futuro político con el proyecto olímpico de Madrid. Como todo lo que hace Gallardón ha sido una brillante estrategia de autobombo: la candidatura olímpica era algo en lo que todo el mundo (salvo algunos que somos raritos) ha puesto su ilusión. Al personalizar el proyecto de una forma tan exagerada Gallardón conseguía rentabilizar el posible éxito de la candidatura. Ahora, con el fracaso, seremos poquitos los que reivindiquemos que capitalice tanto la derrota como pensaba capitalizar el éxito: él personalizaba el proyecto y ahora ejercerá de viudo al que todas las personas que estuvieron ilusionadas con el proyecto irán a consolar por tan terrible pérdida.

Son tantos años con Gallardón en el paisaje (y tanto el protagonismo que Gallardón acapara) que ya le conocemos de sobra, lo que permite que no tengamos corazonadas, sino certezas: conocemos las gallardonadas ya como si las hubiéramos parido.

Sabemos, por ejemplo, que la medida ambigüedad con la que ha hablado de su responsabilidad política en la candidatura olímpica le permitirá mostrarse afligido, pero en ningún caso cederá protagonismo político. Sin duda no dimitirá, aunque es capaz de anunciar uno de esos procesos de reflexión personal que comunica de vez en cuando para mantenernos en vilo. Gallardón no dejará una poltrona hasta que encuentre otra más lustrosa.

Sabemos también que los constructores que iban a hacer su agosto con los Juegos Olímpicos encontrarán en Gallardón a ese amigo que nunca les deja en la estacada: ya se le ocurrirá al alcalde alguna gilipollez con la que regalar el dinero de los nietos de los madrileños a los constructores. Si anda escaso de imaginación, anunciará la candidatura de Madrid para el 2020: lo que manden los florentinos del mundo unidos, que con Gallardón jamás serán vencidos.

Sabemos que terminará algunas obras que no van a servir para nada: el estadio de la Peineta, comprometido ya con el Atlético de Madrid para el próximo pelotazo urbanístico, o el Estadio de Vallehermoso, que nunca tuvo ocupados más de 1500 asientos pero que ahora está siendo reconstruido hasta alcanzar las 11.000 plazas. Sabemos que seguiremos siendo una ciudad subdesarrollada en servicios sociales pero magníficamente dotada en cemento. En Madrid hay más constructoras que escuelas infantiles públicas. Y eso no va a cambiar con Gallardón.

Ya nos conocemos el final de la película: el único suspense está en cómo escenificará Gallardón su nuevo esperpento engolado. Lo apasionante no es la película, sino que haya espectadores que todavía se crean a tan reiterado actor.