Durante el último siglo y pico la izquierda se ha dividido entre reformistas y revolucionarios: posiblemente sea muy útil revisar hoy aquel enfrentamiento. En 1900 Rosa Luxemburgo publicó el libro que sirve de referencia (desde el punto de vista revolucionario) del debate:  Reforma o revolución [PDF]. En este libro Luxemburgo respondía a Bernstein (un reformista contemporáneo a ella). Bernstein afirmaba que el poder de adaptación del capitalismo era tal que podíamos descartar que su caída fuera inexorable. Y Rosa Luxemburgo contestaba:

Si se admite la tesis de Bernstein de que el desarrollo capitalista no lo encamina hacia su propio hundimiento, el socialismo deja de ser objetivamente necesario. Por tanto, sólo restan los otros dos pilares de los fundamentos científicos del socialismo: la socialización del proceso de producción y la conciencia de clase del proletariado [… que] en este caso, ya no es el simple reflejo intelectual de las cada vez más agudas contradicciones del capitalismo y su próximo hundimiento -que será evitado por los medios de adaptación-, sino un mero ideal cuyo poder de convicción reside en la perfección que se le atribuye. […] La teoría revisionista [reformista] se enfrenta a un dilema. O bien la transformación socialista es, como se admitía hasta ahora, la consecuencia de las contradicciones internas del capitalismo, que se agudizarán con el desarrollo capitalista, rematando inevitablemente, en un momento dado, en su hundimiento -siendo entonces inútiles los “medios de adaptación” y correcta la teoría del hundimiento- evitarán realmente el hundimiento del sistema capitalista y, de ese modo, permitirán que éste, al superar sus propias contradicciones, se mantenga, con lo cual el socialismo deja de ser una necesidad histórica y pasa a ser lo que sea, excepto el resultado del desarrollo material de la sociedad.

Leída hoy la defensa de la posición revolucionaria no queda más remedio que considerarla de alguna forma superada. Si algún punto del pensamiento marxista resulta hoy insostenible es el progresismo: esa visión según la cual la Historia avanza por una línea con un sentido de progreso inevitable. La caída del socialismo real y el retroceso en el ámbito capitalista desde la socialdemocracia al neoliberalismo descartan que haya una necesidad histórica de avance social. De hecho, esa linealidad inexorable de la Historia más tiene que ver con la escatología religiosa (la llegada al paraíso cuando acabe como está escrito este valle de lágrimas) que con un pensamiento netamente materialista. Sólo la destrucción del planeta permite pensar en la caída inevitable del capitalismo, pero eso tampoco garantiza que después haya socialismo: no está garantizado que después haya nada.

¿Quiere eso decir que dentro de la izquierda ha triunfado el reformismo? No tan deprisa. Bernstein se basaba en que no era inevitable la caída del capitalismo por su alto grado de adaptación. Esa capacidad de adaptación se manifestaba en tres aspectos que hoy nos resultarán muy llamativos:

1.- La desaparición de las crisis generales, gracias al desarrollo del sistema crediticio, las alianzas empresariales y el avance de los medios de transporte y comunicación;

2.- la resistencia demostrada por las clases medias, a consecuencia de la creciente diferenciación de las ramas de la producción y del ascenso de amplias capas del proletariado a las clases medias;

3.- y finalmente, la mejora de la situación económica y política del proletariado, como resultado de la lucha sindical.

Bernstein escribía a finales del siglo XIX y principios del XX. Mucho ha llovido desde entonces. Y nunca ha llovido como en esta crisis. Se compara esta crisis con la del 29, pero entonces el poder político reaccionó con medidas contracíclicas haciendo al Estado protagonista de la recuperación. El New Deal y la socialdemocracia de post-guerra fueron, efectivamente, muestras de una impresionante capacidad de adaptación del capitalismo. Sin embargo en 2010 los tres argumentos que daba Bernstein para asumir la infinita flexibilidad del capitalismo son rebatidos por la realidad. El sistema financiero no sólo no evita las crisis generalizadas sino que está en el centro de la gran crisis y tiene que ser socorrido por el Estado;  tal crisis castiga especialmente a las capas medias y al proletariado (se le llame como se le quiera llamar) y la muestra más evidente son las medidas asumidas por los gobiernos de España y Grecia (ambos, por cierto, en manos de quienes se consideran herederos de la socialdemocracia, del reformismo). Tampoco la supuesta lucha sindical consigue más que, en el mejor de los casos, amortiguar los golpes más duros, pero los trabajadores llevan lustros perdiendo capacidad adquisitiva y la crisis no ha hecho más que acentuar ese deterioro.

La capacidad de adaptación que justificaba el reformismo tampoco resiste hoy un examen de realidad. Hace un año y medio el capitalismo confiaba en su capacidad de adaptación como hacía Bernstein hace más de un siglo: hablaban de refundar el capitalismo. Hoy no. Hoy la única salida que tiene el capitalismo para resolver el colapso del neoliberalismo es una radicalización del neoliberalismo. La reforma del capitalismo es percibida por éste como imposible: toda reforma es revolución.

Ocurre lo mismo desde la perspectiva del socialismo. Los referentes que existen hoy de eso que llamamos socialismo del siglo XXI surgen de victorias electorales (es decir, de ese poder de convicción; conciencia de clase, si se quiere); no han venido de un hundimiento del capitalismo mayor que el que ha soportado América Latina durante décadas ni ha surgido en África donde el hundimiento (o su triunfo, no siempre es fácil diferenciarlo) del capitalismo es criminal. La puesta en práctica concreta del socialismo en América Latina tampoco responde estrictamente a los esquemas revolucionarios del siglo XX. Sin embargo, nadie refunfuña cuando hablamos de procesos revolucionarios al referirnos a lo que pasa en aquellos países.

Da la impresión de que hoy no existe dialéctica entre reforma y revolución: no existen cursos inexorables de la historia que nos anuncien el advenimiento del socialismo; pero el capitalismo ha perdido su capacidad de adaptación y hoy sólo sabe avanzar mediante la ingesta de dos tazas a pesar de saber que el caldo es indigesto.

Cualquier reforma es hoy revolucionaria. La revolución hoy consiste en plantar cara a los mercados (es decir, a los poderes económicos) y poner las instituciones políticas al servicio del pueblo: eso que en rigor se llama Democracia. Hoy no se trata de ser revolucionario o reformista, dialéctica ya superada, sino de defender a los pueblos de los mercados o defender a los mercados de los pueblos; hoy la frontera está entre quien ante la crisis de un banco lo nacionaliza y lo utiliza para apoyar la política económica que deciden las instituciones democráticas (aunque sea pagando un dinero para que el Estado compre el banco) y quien crea un fondo de dinero público de 50.000 millones de euros para socorrer a la banca sin condición algunta y que ésta siga chantajeando a los gobiernos.

Ya no tiene vigencia la división entre revolucionarios y reformistas. La división hoy es entre demócratas y colaboracionistas.

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